El Espejo

Durante la tormenta tuvo que luchar para asegurar los remos, achicar el agua, cogerse con desesperación a la regala. Las enormes olas elevaban muy alto la pequeña embarcación para luego dejarla caer al oscuro abismo del mar. Continuos látigos de agua castigaban sin misericordia los costados del bote, la madera crujía y parecía a punto de partirse.
De repente, cuando ya se sentía desfallecer, sobrevino la calma. Se hizo el silencio y en el negro cielo empezaron a brillar intensamente las estrellas. Una luna pálida y sucia se había afincado en un extremo del firmamento.
Con las pocas fuerzas que le quedaban, remó en dirección a la caleta. Arrastró el bote en la playa y bajó la albarsa y la bolsa con los pocos peces que le había arrebatado al mar antes de la tormenta. Estaba tan cansado que se sentó, casi dejándose caer, sobre la arena. Encendió un cigarrillo. La noche estaba tibia, plácida; soplaba una ligera brisa y las olas producían un apagado rumor. Las siluetas de los botes se recortaban en el atracadero. Más allá se alzaban las pequeñas chozas. Ninguna señal denunciaba el desarreglo que había tenido lugar hacía un rato, tampoco nadie podría haber imaginado que poco antes había estado en una vorágine en la que llegó a temer por su vida.
Al llegar a casa oyó cantar un gallo. Giró la llave en la cerradura y la puerta cedió en sus goznes. Todo estaba sumergido en el silencio del sueño. Dejó la albarsa en un rincón de la sala y se dirigió a la cocina donde colgó de un gancho la bolsa con los pescados. Al entrar en el dormitorio no encendió la luz; no quería despertar a su mujer. Se desvistió y se deslizó furtivamente en la cama.
Lo despertaron unos ruidos. A la tenue claridad del alba vio a su mujer caminando hacia el cuarto de baño. Tenía el rostro de su madre, tal como él la recordaba cuando era joven, casi de la edad de su esposa. De golpe se sentó en la cama. Aquella era su habitación, pero dispuesta de un modo diferente. Él ya no tenía esa cómoda de madera sin pintar ni ese pesado arcón donde su madre guardaba antiguos objetos de su padre.
—¿A qué hora llegaste? —le habló la mujer desde el baño—. Esa horrible tormenta me tuvo preocupada. El niño estuvo muy nervioso y no paraba de llorar.
Mientras oía a su mujer su mirada se detuvo en la cuna que había cerca de la ventana. Se acercó y observó al pequeño que dormía plácidamente. Como él, el niño tenía un lunar cerca de la ceja izquierda y esa pequeña depresión debajo de las mejillas que daba a su mentón un aire voluntarioso. Entonces se aproximó al espejo y sucedió lo que –en cierto modo- esperaba. El reflejo era el rostro de su padre, aquél de la foto que su madre le había mostrado años atrás, mientras le contaba cómo una madrugada, luego de una larga noche de ausencia luchando contra un mar embravecido por la tormenta, su marido se levantó temprano y le dijo que tenía que regresar al bote a recoger algunas cosas que había olvidado. Nunca regresaría a casa. Lo entendió todo. Sin prisa, empezó a ponerse los pantalones.
¿A dónde vas? -preguntó ella, mientras secaba sus cabellos con una toalla.-

Acerca de Javier Revolo

Javier Revolo escribe "Relatos Tóxicos" https://javierrevolo.wordpress.com/ y forma parte de la Asociación literaria Trilce que promueve la creación en lengua castellana en Australia. Vive en Sídney, Australia, y es abogado.
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2 respuestas a El Espejo

  1. ¿A dónde vas?, pregunta ella… Es espeluznante. Te entran ganas de gritarle: No! No! No te vayas a ningún maldito sitio!!!
    ¿O sí?
    Hola, Javier:
    Original, casi fantástico y algo “escher_iano” relato.
    Me hizo sospechar ese comienzo tan…, técnico. Demasiada corrección e imparcialidad. Todo era demasiado equilibrado y ecuánime. Nada de sentimientos ni sensaciones…, todo lo más algo de cansancio o una referencia mínima a que en mitad de la vorágine llegó a temer por su vida.
    Tanta sencillez barruntaba algo…, sobrenatural.
    Es muy hermoso leer como descubre a su madre en la figura de su mujer… Inquietante cuando cae en la cuenta de que su habitación es la misma pero…, diferente. Conmovedor cuando se descubre a sí mismo en su propio bebito, y sobrecogedor el momento en que ve a su padre, -el que no llegó a conocer prácticamente en vida- en su propio reflejo…
    Estoy cansada ahora para entrar en la controversia sobre si definitivamente será él o su padre, y qué sería mejor… Y si viviría como su padre sabiendo que en realidad es él mismo, o si después de todo está poniéndose los pantalones para regresar al bote y no volver jamás, y dejar así que todo siga su curso…, otra vez. Completar el círculo.
    No lo sé. Pero son agitadoras las sacudidas interiores que te proporciona al leerlo y muchos interrogantes los que te plantea. A pesar de ser un poco “fantasmagórico”, es cómodo y resulta fácil y grato de leer. (Los relatos de fondo complejo deben ser sencillos en sus formas, como
    éste.) Consigues que nos metamos en su piel a penas sin darnos cuenta. Aunque quizá eché de menos saber si él sintió miedo o no. Tal vez alegría. Imagino que de forma intencionada sólo nos describes lo que pasa, no lo que siente. ¿Por qué?
    Otro diez, cari.
    Ya espero el próximo.

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  2. Querida Bea:
    Es un relato que causa cierto vértigo, no crees? «El eterno retorno» no se parece a la inmortalidad aunque quiera ser lo mismo, si pudiésemos saber que vamos a volver a hacer exactamente las mismas cosas de modo eterno seria algo sobrecogedor, demasiado fuerte para digerirlo… e inevitable. Seria algo tan horroroso como eterno: el infierno.
    En todo caso, este relato es un ejemplo de la técnica del relato en el que el final te remite a volver a empezar. Es el personaje, consciente de su condición de preso del tiempo, y los lectores, los que nos damos cuenta de ese eterno retorno en el que hay un pasado y un futuro cogidos de la mano, sin mas escapatoria que la continuación ad infinitum.
    Eres un tesoro como lectora, mi querida Bea, ya te lo he dicho, solo por el hecho de saber que tu estas del otro lado, vale la pena escribir.
    Un beso

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